sábado, 11 de febrero de 2012

Francisco Febres Cordero

"El gran educador"      

El excelentísimo señor presidente de la República es –¡que duda cabe!– el más grande, munífico (qué también querrá decir eso, pero sí es bien munífico, para qué también), inspirado educador que el país ha tenido a lo largo de su historia. Por algo él se educó en Bélgica donde, entre clase y clase, lloró a lágrima viva por haber desperdiciado sus anteriores años en la pésima universidad ecuatoriana por donde pasó primero. Luego terminó su formación en los Estados Unidos, donde se especializó en todas las artes y ciencias del saber humano, que llegó a dominar con tanta solvencia como prontitud.

Su verdadera vocación, sin embargo, es la del magisterio, campo en el que ha demostrado dones de inmarcesible gloria con que fecundó la patria. ¡Qué maestro! En apenas cinco años de ejercicio del poder se ha empeñado, con una pasión desbordante, en enseñarnos a los ecuatorianos (y ecuatorianas) a vivir en autocracia, lo cual merece nuestro más grande y rendido agradecimiento.

En reciprocidad, él también debe agradecer a sus alumnos porque, aplicadamente, hemos aprendido muy bien sus lecciones, francamente. Diez sobre diez hemos sacado. Claro que algunos de sus colaboradores han sacado mucho más, pero eso ya es problema de ellos.

Maestro de maestros, el excelentísimo señor presidente de la República nos ha enseñado muchas cosas. Y todo, con qué gracia, con qué sentido del humor. Nos ha enseñado, por ejemplo, que decir a alguien que no piensa igual, limitadito, puerco, basura, imbécil, es chistosísimo. Siempre que eso sea dicho por él, claro, que es el profesor. Si es dicho por cualquiera de los alumnos (que somos todos), juicio. Elé. Jodidos. Por eso, mejor no decimos nada, porque hemos aprendido que el dueño de la palabra es él y nadie más que él.

Como él y nadie más que él es el dueño de las leyes, de la justicia, de la verdad y de todo mismo. Y que es él quien se reserva el derecho de castigar a los malos alumnos, ponerles cero en conducta y encerrar en el sótano a quien le da la gana, como él mismo dice.

Sabio, tal vez es un maestro a la vieja usanza porque todavía sigue creyendo que la letra con sangre dentra. Y por eso, al que escribe con mala ortografía, no entiende lo que es la majestad del poder, se atreve a dudar de su palabra, no acata ciega, sumisamente sus sagrados designios o le hace una seña que él considera mala, le saca la perimbucha.

Pero nos ha enseñado cómo una asonada puede ser convertida en magnicidio; cómo las leyes se hacen, se deshacen y se interpretan según sus caprichos; cómo lo público se confunde con lo privado si eso le beneficia a él y a sus secuaces, y cómo hay solo una persona en el país que siempre tiene la razón: él. Y eso sí ya entendimos clarito no solo nosotros, sino sobre todo los asambleístas, los jueces y las autoridades de control.

Fu, ¡y lo que nos falta aprender! Después de los doscientos noventa y cinco años que le restan por gobernar, vamos a salir con un phd en autocracia y con eso ya nos podemos graduar en ciencias políticas, para después, vueltasmente, volver a entrar a la escuela para repasar lo que es la democracia.